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El mundo de Antonio Gasalla

Desde sus épocas de pionero del café concert, construyó una galería de personajes que reflejan, con lente deformada, la realidad que vivimos

Por lo general, los humoristas comienzan las entrevistas intentado rendirle honor al género que cultivan, como si les hiciera falta justificar su oficio o demostrar que a la chispa la traen de la cuna. Antonio Gasalla, la excepción a esta regla, se presenta a la cita con cierto aire de escéptico empedernido, aderezado con el temible rictus de unos labios siempre apuntando al piso. Y durante largo rato no soltará ni una mueca piadosa. Ni media señal de cortesía. Caramba, difícil desmitificar aquello de gruñón. Las manos cruzadas sobre la mesa de su camarín, los ojos intensos y escrutadores, los rulos de la cabeza bien domados por el spray.

Sin embargo, a juzgar por los diccionarios, la excepción a la regla no es más que un tipo serio en estado de gracia, porque ser gracioso es un estado divino, un don con el que se nace. Algo que no hace falta probarle a nadie a cada rato porque se lleva dentro. Por eso, apenas asoma de costado sus dientes socarrones, echa a volar el fantasma de Soledad Solari, la empleada pública o Noelia, hijas de su inspiración, y la fama de señor chinchudo se desvanece, o no importa.

Antonio Gasalla, experto domador de chismes y malas lenguas, provocador, bajito, y encantador a su pesar, ha nacido para hacer reír. A eso se ha dedicado sin interrupción en los últimos 35 años desde el café concert, la revista, el cine y la televisión. Labor que lo ubica entre los próceres del humor, pese a que él descrea de la memoria colectiva nacional e insista que ya a nadie le interesa la trayectoria de nadie.

“Cuando empecé en esto no pensaba que fuera gracioso. Eso ha cambiado, porque hoy se puede estudiar comicidad o clown -dice-. Pero mirá Olmedo, era un tiracables de la televisión que contaba chistes y un día le dijeron: parate frente a la cámara. No hay antecedentes de alguien así que haya estudiado comicidad. Aunque estudies y cuentes chistes, quizá nunca seas gracioso. El humor se genera de una situación trágica, no es prestado, implica una posición frente a la vida. Alguien llega a humorista cuando desarrolla su propia visión de los acontecimientos, porque en el fondo los humoristas venimos contando las mismas cosas, cada uno desde distintos puntos de vista. Empezás siendo gracioso, hacés reír a los demás, un día te contrata alguien y tenés que contar la misma situación. Pero cuando sos profesional empezás a preguntarte: ¿hasta dónde yo con el humor quiero construir algo o destruir todo? Porque, si quiero, agarro, lo destruyo a uno por el color de su cara, porque se come las eses o es un tonto, pero ¿quiero ser tan cínico y que la gente se vaya destruida porque yo le conté el horror en el que vivimos? Entonces entendés que esto también es entretenimiento, y bueno, contar cosas que la gente por ahí tiene cerca y no ve.”

Bajo la lupa de su genio filoso, el ser nacional parece una mala película de clase B de larguísima duración. Las criaturas que Gasalla construyó en los albores de su carrera tienen una abrumadora vigencia a fines de siglo: la decadencia de la clase media argentina, el autoritarismo, los abusos del sistema, el drama de la vejez olvidada, los hijos de padres separados o la búsqueda de la belleza a cualquier precio.

Director de dos programas, protagonista, guionista, productor, vestuarista, escenógrafo, lector ultrainformado, graba sketches, viaja a Miami, donde saldrá su programa por canal 41 este verano.

Harto de la fábrica de inventar celebridades que lo pelea con los colegas y lo convierte en ogro, medita acerca de volver o no a Punta del Este con Moria Casán y Carlos Perciavalle. En impecable línea recta conduce los hilos de su vida desde 1961, cuando eliminó para siempre al odontólogo integrante de la cartilla de una buena obra social.

Ser dentista o no ser. De niñito Antonio fue bastante insoportable, ácido, según cree. Rompía los nervios paternos con tal de poder ir al cine a las dos de la tarde. En Ramos Mejía, donde vivía con padre peluquero, madre ama de casa y hermano mayor, había tres salas y los chicos del barrio se atragantaban con matinés de tres películas juntas. “Me vi toda la Metro, Judy Garland, el cine negro francés, el neorrealismo italiano, las comedias de Hollywood, Totó, Aldo Fabrizi, Simone Signoret, El muelle de las brumas, Jean Gabin, las películas rusas. El cine te mete en un mundo muy loco. Me acuerdo de que los domingos a la mañana íbamos a ver Flash Gordon, las viejas en blanco y negro, cine checo con marionetas, y ¡me divertía tanto con Laurel y Hardy! Devoraba las revistas Patoruzú, la Radiolandia con fotos marrones, ahí te enterabas de los estrenos de las estrellas. Yo tenía todo eso en la cabeza y quería ver. Una vez mamá me llevó al teatro Nacional a ver a Narciso Ibáñez Menta y recuerdo un auto de policía subido al escenario. Era impresionaaante… un despliegue tan moderno…

“Sin embargo, jamás pensé que yo tuviera algo que ver con eso. En la década del 50 no eras muy dueño de tu vida, dependías mucho de la evolución que tus viejos tuvieran en la cabeza. Los míos eran hijos de inmigrantes y, supongo, ya venían programados con eso de que hay que estudiar algo sin preguntar demasiado.”

Así, lo convirtieron en un perito mercantil sin conocimientos de contabilidad ni capacidad para el balance. Con esas condiciones azarosas aterrizó en la carrera de odontología y por un tiempo descubrió que la medicina y la fisiología tenían su costado creativo.

“Tuve que ver muertos a las siete de la mañana, metidos en piletas de formol, todos color marrón… Pero en una materia modelábamos piezas con los materiales que usan los dentistas para las prótesis, el yeso y la cera. Yo ahí me copé, hice estatuas y otras cosas muy lindas. Pero se complicó cuando tuve que meter la mano en la boca de la gente, eso no me cerraba. Y no hubo caso. Tenía como dos vidas, porque iba todo el tiempo al teatro.”

Mintió en su casa hasta que se liberó del mandato paterno e ingresó en el Conservatorio de arte dramático. “Fue una gran decisión. Como actor podía ser un horror que no llegara a nada, porque no puedo decir que fuera brillante. Es más, supongo que de entrada debí haber sido bastante mediocre. Pero lo importante es entender que antes los actores se formaban con su memoria emotiva, con su mundo interno para expresar sensaciones y tener la dimensión de un escenario. No existía esa ansiedad por estar en la televisión. Hoy cuando contratan a un adolescente toman una persona para que les enseñe la letra y los prepare para lo inmediato. Nosotros empezamos leyendo los griegos, sabíamos Esquilo, Sófocles, el origen del teatro las bacanales, estudiábamos sobre textos de Shakespeare, Molière, Victor Hugo, Lorca, el Renacimiento, la Edad Media, sabíamos que nos metíamos en una profesión que tenía antecedentes desde el comienzo de la humanidad. Hoy eso se desconoce..

Hablando economiza los gestos, pero de repente saca de órbita los ojos y el balsámico tonito Gasalla. Nadie diría que su primer papel fue en Conejín, obra presentada en el festival de teatro infantil de Necochea y en vacaciones de verano, porque en el conservatorio les prohibían incursionar en la profesión hasta tanto se recibieran. Ya egresado, fue el Pierrot de Blanco negro blanco; luego un joven alcohólico en Chin Chin, de François Villetcheux.

Quería integrar algún elenco importante, y le sobraban rareza y personalidad, pero los requisitos estéticos del momento no le permitían aspirar ni a la telenovela. “Podría haber aparecido tranquilamente en El amor tiene cara de mujer. Pero Nené Cascallar, la autora, me rechazó. No daba la altura ni tenía una voz importantísima. Tenías que ser Barreiro o Bebán. Lo mismo en las pruebas para esas obras épicas del San Martín que requerían pueblo, gente que hiciera de indio, conquistador o prócer. Te paraban, y si no medias uno ochenta para tener la lanza en la mano, no entrabas… Se ve que nunca existieron pueblos con gente baja.”

Dos años sin trabajo. La eterna condición marginal del actor lo impulsará a la autogestión.

Florecía el pop y de Nueva York viajaban críticos para analizar el movimiento cultural porteño cuando decidió con tres amigos del conservatorio inventar otra manera de trabajar. No fue casual que se inclinaran por el humor, pues en los pasillos del conservatorio se divertían parodiando a Romeo y Julieta, las piezas de Alejandro Casona y otras célebres obras.

Con Carlos Perciavalle, Edda Díaz y Nora Bly consiguieron que Canal 11 les prestara un documental sobre la vida de Rodolfo Valentino, al mismo tiempo que Mastroianni estrenaba en Roma Chiao Rudy, una obra menor sobre el famoso latin lover del cine. Armaron un disparate con música y sketches desopilantes y la habitación de un conventillo de avenida del Libertador al que se ingresaba por un pasillo esquivando ropa tendida, fue el semillero de un género único, que permitió las malas palabras, la mención de nombres y apellidos cercanos y clavar las uñas en el costado flaco de la realidad. Hay una generación que no se olvida del café concert.

Help Valentino se estrenó en 1967 y Gasalla no bajaría del escenario en los siguientes 25 años.

“Así salieron un montón de cosas en mi vida: fue proponérmelas y hacerlas. Después empecé a escribir monólogos porque en La Fusa, entre Riobamba y Callao, donde tenía un número con Perciavalle, el público se repetía mucho. Fue un poco casualidad, obligado por las circunstancias porque a mí nunca me llamaron para trabajar. Y con eso del profesionalismo si proponés un proyecto y lo aceptan, hay que sentarse y te tiene que salir algo. Por eso supongo que mi humor nunca fue a una cosa circunstancial ni repentista. En general es una lectura de las conductas humanas.

“Entre lo primero que escribí estaba Ricardito, el niño prodigio que la madre quiere que actúe y al final el chico cumplía 18 pero la madre lo seguía obligando a vestirse de nene. Una cosa bastante tortuosa. En el Pollito Erótico, por ejemplo, hice una muñeca de trapo colgada de la pared y que tira a la nena por la ventana cuando ésta la cambia por un juguete nuevo. La verdad, no me acuerdo cuantos personajes hice… También fui un extra argentino que consigue un papel de romano en Taras Bulba -la película que vino a filmar Yul Brinner- y en plena filmación le largan un león. Eran muy divertidos, con mucho humor negro”.

Los personajes. Peinado abultado a punto de tirarlo al piso, pantalones con botamanga elefante. A fines de los 70 salió de los sótanos, voló a España a tentar la suerte (no la tuvo) y volvió al año para debutar en salas convencionales hasta terminar dirigiendo, actuando y escribiendo la revista del Maipo, todos recuerdan, durante sendas temporadas.

Allí inmortalizó esos seres increíbles. Primero fue la empleada pública, obra maestra del terror burocrático.

“A todos los personajes los inventé yo, trabajando sobre ideas y conceptos, no sobre personas, porque a la larga se agota el recuerdo de lo que la persona es. Empezaba el proceso militar y había una publicidad que decía: usted es responsable, y a un tipo le metían un sello en la cabeza. Se vivía esa cosa represora de ir a sacar el pasaporte y que la policía te maltratara, y como no podía hacer un policía inventé una funcionaria pública con mala onda. Era una mujer con una cola de gente esperando y que al final les ponía el sello en la frente de usted es responsable.

“También había una enfermera de un hospital público sin algodón, muy sucio y donde se echaba a los enfermos. En ese espectáculo varios sketches describían el momento, pero a los militares ni les interesaba, porque no estaban planteados como crítica social. Eran un pedazo de la realidad y de la gente.

“Por ahí , ahora me visto de smoking, leo los diarios y digo che dejen de robar, no se lleven todo… Eso sí es una crítica. El Presidente tiene un zoológico en cada lugar donde vive, bueno, basta de encerrar a las llamas detrás de una reja… ¿Qué alegría te dan si después agarras un avión y te vas a la mierda? Son cosas que digo como ciudadano, pero con humor, porque soy un profesional”.

Algunas películas olvidables tiene en su haber. Pero hay otra memorable, Esperando la carroza, de Alejandro Doria. Allí aparece Mamá Cora, abuelita agridulce que se fue transformando en prototipo.

“Mamá Cora nació en la segunda revista que hice para el Maipo y fue simplemente pensar en la vejez, el deterioro físico. Estaba acompañada. Eran dos viejitas sentadas en la plaza -la otra la hacía Jovita Luna- a las que el Pami había llevado de vacaciones a Catamarca en enero. Me dio muchas satisfacciones, será porque llegó al cine y se vio en otros países. Además, todavía en la calle se acerca una familia entera que me pone al lado la vieja y dice: mirá, si es igualita a vos.

“También en las oficinas vienen los empleados y me traen a las compañeras: ésta es Noelia; ésta, Soledad. Hay un enganche muy fuerte del público. Con La verdá de la milanesa, el día del maestro se llenó de docentes la sala. Daba para hacer un Luna Park. Vinieron escuelas enteras, hasta un colegio de curas…”

La clase media empobrecida en los democráticos 80 y el despertar del espíritu light de los 90 se encarnaron en la pobre Matilde, que vive con su familia apretada en una casita a medio construir, y también en la deteriorada neurona de una mujer a dieta, y en una vedette paralítica con las siliconas podridas.

“Creo que ha sido un ida y vuelta con la gente. Por ejemplo, lo que ocurre con Yolanda, la vieja en silla de ruedas, es increíble. Las mujeres me paran y me dicen: ¡Usted es muy malo, esa mujer soy yo! ¡Ay, Dios mío! ¿Cómo alguien puede identificarse con Yolanda? Y, es el conflicto madre e hija, exagerado por el humor, claro. Con Marga, la trastornada por la meditación y las cosas naturales, cientos de personas venían a contarme que así era su vida. Lo mismo con la Nena: vinieron padres diciendo que pudieron hablar con sus hijos por medio de las cosas que esa nena dice semejante desfachatez. Reír nos diferencia de los animales, y el ser humano es el único que puede elaborar conceptos a través del humor.”

En su momento, El mundo de Antonio Gasalla obtuvo 30 puntos de rating en ATC, cosa insólita para el canal estatal. Pero para llegar a tanto el hombre detallista armó las valijas y en 1988 fue a Estados Unidos a estudiar cómo hacer un maravilloso programa de televisión. Deben haber sido irreprochables esas enseñanzas: por su programa ganó un Martin Fierro de Oro, por si eso significa algo.

“No sabía nada, y allá se puede aprender jardinería, cocina hindú o a hacer películas. Y lo que escriben son todas verdades. Tenía que adaptar los monólogos del teatro al lenguaje televisivo, porque si seguía con esa estructura se iba a agotar muy rápido. Le busqué historias a los personajes y escribí otros nuevos. La Nena y Soledad Dolores Solari, por ejemplo, son hijas de la televisión, y de a poco entendí el lenguaje del formato, de qué se habla, quién controla… Todo se aprende en esta vida.

La TV lo atrapó. “Me gustó porque es el medio más directo de acceder a la gente. Para un actor es más superficial que el teatro y hay que limitarse en los contenidos, porque uno llega a seres desconocidos de distintas edades y espectros culturales, y no podés invadirlos con barbaridades o temas fuertes. Pero eso ha cambiado: no he visto en otros países televisión como la argentina. En España, a lo sumo dicen culo, pero acá hay un muestrario muy intenso. A las cuatro de la tarde, en una novela, hay homosexuales, enfermos de SIDA, asesinos, amantes y en los talk shows escuchás cosas así: mi marido se fue con un travesti.”

La década de la cultura global le aportó nuevas ideas: Bárbara, la conductora de reality shows; Piñón fijo, la mecenas, Inesita. Hubo cambios de canal y caras nuevas, algunas fugaces: Federico Klem, Alejandra Pradón, Mónica de Alzaga, Mariana Nannis. Menos sketches, más monólogos. El rating amenaza la supervivencia en el aire de cualquiera que al menos, no cuente un chiste.

“Hoy, hasta en los programas serios se cuentan cuentos. En ciertas épocas la política marca la forma de hacer humor: aparece Menem, a quien le encantan los cuentos y contarlos. Entonces se instala la costumbre.

“Sin embargo, cuando empecé en esta carrera eso era denigrante para un humorista, porque los cuentos los contaba cualquiera. Ahora si no los contás, no tenés rating. Menem, de alguna manera, tiñó esta época, que además fue pintoresca por el montón de personajes que nos dieron motivo para pasarnos estos años diciendo pavadas. Y las situaciones se producían inmediatamente, se publicaban en los diarios.

“Pero los políticos son gente muy nerviosa, que salta por todo, están tratando de armar una imagen y si la deteriorás, se vuelven locos. Son patéticos.

“Cuando subió Alfonsín hubo un respiro. Hoy se puede hablar, pero hay cosas de las que no, porque llega el llamadito telefónico. Hay libertad, de hecho digo lo que quiero. Pero si llaman varias veces, como me pasó hace dos años atrás, y empiezan a meterse con la gente que trabaja con vos… Los únicos límites del humor deben ser no insultar y no degradar a la gente.”

Gasalla se la pasa aclarando que no suele asomar la nariz por los circuitos de la farándula, a menos que se pacten visitas de camaradería entre canales, que cumple con disimulada incomodidad.

“Estoy harto de decir pavadas en público, hablar del tema del minuto, de si tengo o no tengo rating… Basta. Hay un desfile de gente que va a justificarse a otros programas. Concretamente, no quiero hablar de nada.

“Nunca me consideré un personaje, por eso trato de vivir una vida lo más normal posible. Pero acá si no te agarran en pedo en Puerto Madero, ah… sos raro.”

Gasalla se remonta en el tiempo cuando se le pregunta quiénes lo han hecho reir. Dirá: Wimpi, Pepe Arias, Niní Marshall, Mario Sánchez, el gordo Porcel, algunas cosas de Verdaguer, Tato Bores, Olmedo, Pinti: “Cuando no se pone en profesor, es brillante”. Pero el presente es una hoja blanco, un silencio helado.

“¿Herederos? No sé si los tengo, yo sobre eso prefiero no opinar. Hoy en la televisión todo se parece, todos hacemos lo mismo, somos un número de rating, nada más. Algunos tienen una punta, pero no sé qué busca cada uno haciendo humor y qué cosas los pueden motivar.

“De todas maneras, el futuro del género no pasa por los cómicos de la televisión. Pasa por la capacidad de reírse que tenga la gente, y de los artistas, de encarnar lo que la gente quiere vibrar. En el fondo esa ecuación nunca falla. Si uno lo elige, la profesión es un largo camino. Además, está esta cosa del descarte… Antes tenías tiempo de elaborar. Hoy, afuera si no gusta de entrada. Hay países que son menos crueles con eso. Acá falta alguien que diga vamos a trabajar de otra manera, no nos apuremos. Si mañana decidís hacer un ciclo y tomarte un año para elaborarlo, grabarlo todo antes de salir al aire, cuidar hasta el ultimo detalle… no te lo aceptan ni los actores. No sé a donde vamos tan apurados. En este país no nos hemos tomado tiempo ni para elaborar la Constitución. Claro, es la vida. Pero a mí la experiencia me dice que así no se llega a niguna parte”.

Como Olmedo, pero con peluca

Parecería que un país -el nuestro, más que otros- no puede vivir sin un cómico nacional, una estrella que sea casi un símbolo, que hinque los dientes de la ironía sobre los defectos más comunes de la sociedad. Alberto Olmedo llenaba a la perfección ese papel, y su muerte dejó una sensación de vacío que, para muchos, todavía perdura. Con una personalidad totalmente distinta, Gasalla es el único cómico de la actualidad con títulos para ocupar la gran vacante. La diferencia consiste en que siempre, o casi siempre, disfraza su picardía con peluca y vestidos de mujer. Eso hubiera sido un límite muy difícil de transponer hace unas décadas. Pero en el caso de Gasalla la gente acepta el travestismo con naturalidad, y hace suyos a personajes femeninos iluminados con la luz del grotesco. Todo un cambio, podría decirse. En este fin de siglo, nuestro cómico nacional ya no lanza miradas y comentarios intencionados -como Porcel, Olmedo o Adolfo Stray- sobre el cuerpo de las vedettes, sino que es él mismo una mujer, incluso provocativa, cuando se pone en la piel de sus personajes. Y, sin embargo, la función es la misma: la que cumple alguien que con gracia suprema deja al desnudo vicios públicos y secretos. Alguien que no apunta sus dardos sólo contra los políticos, como los enormes Tato Bores y Enrique Pinti, y lo hace con dureza y, al mismo tiempo, con un regusto de ternura, de la que ha sido tamizada de toda ingenuidad y de toda inocencia.

La galería

Matilde: es, casi, el estereotipo de la decadencia de la clase media. Vive con su hermana y una abuela incontinente, todos hacinados en una casita que jamás puede terminar de construir.

Soledad Dolores Solari: perpetuamente acompañada por la mala suerte, el mundo es para esta muchacha siempre una amenaza, llena de hombres perversos listos a abusarse de su candidez.

Bárbara Donguorri: periodista aficionada, su éxito en el cable tiene en la fortuna del marido la única explicación posible.

Marga: una mujer, madre de familia clase media baja, loca por los productos naturales, la meditación y los sahumerios.

La traductora de sordos: suele aparecer en un rinconcito del televisor, y se las arregla como puede con su oficio. Sobre todo, se vale de medios no eclécticos.

Mamá Cora: algo sorda y despistada, la dulce abuelita puede transformarse en un peligro cuando, sin querer, deja al desnudo verdades que debían ser ocultadas.

Inesita: una millonaria que no quiere envejecer y gasta fortunas para someterse a operaciones ridículas, que suelen dejar su nariz en condiciones similares a las de un elefante.

La Nena: hija de padres separados y en plena ebullición de la pubertad, termina aprovechándose de los dos y de sus nuevas y eventuales parejas.

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