A principios de la década de los 1970 una organización llamada el Club de Roma, fundada en 1968 por un pequeño grupo de científicos y políticos, encargaba a un grupo de investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) que elaboraran un informe sobre la sostenibilidad a largo plazo de nuestro planeta. Para ello desarrollaron un programa de ordenador, World3, con el objeto de predecir cómo iba a evolucionar la población, la economía y la huella ecológica de la humanidad en los próximos 100 años. El programa predijo algo terrible: el fin de la civilización como hoy la conocemos para 2040. El texto resultante de este estudio, Los límites del crecimiento, fue el libro medioambiental más vendido de todos los tiempos. Y también fue duramente criticado por catastrofista. “Los límites del crecimiento, en nuestra opinión, es un trabajo vacío y engañoso”, escribió The New York Times. Sin embargo, las décadas posteriores han demostrado que muchas de sus predicciones han sido muy precisas, como el estancamiento en la calidad de vida y la escasa disponibilidad de recursos naturales clave.
¿Agoreros?
Ciertamente nunca han faltado quienes han augurado una desaparición de la humanidad. El problema es que no es el único modelo que predice la catástrofe. El informe Food Systems Shock Report realizado por el Global Sustainability Institute de la Universidad de Anglia Ruskin (Gran Bretaña) y publicado por Lloyds en 2015 predice “un aumento de la inestabilidad política” como resultado de la escasez mundial en el suministro de alimentos en las próximas décadas.
El aumento en la “intensidad y frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos” en los años venideros (y no hace falta recordar el largo verano que hemos pasado) pondrá en peligro los recursos hídricos y la agricultura. “Dos tercios de la población mundial podrían vivir en condiciones de estrés hídrico en 2025… Los precios volátiles de los alimentos y el aumento de la inestabilidad política pueden aumentar el impacto negativo en la producción de alimentos, y causar una serie de problemas económicos, sociales y políticos en todo el mundo”.
En 2014 Safa Motesharrei, de la Universidad de Maryland publicaba, junto con su compañera Eugenia Kalnay y Jorge Rivas de la Universidad de Minnesota, el artículo titulado Human and Nature Dynamics (HANDY): Modeling Inequality and Use of Resources in the Collapse or Sustainability of Societies. Según este modelo hay dos factores importantes que están presentes en el colapso de todas las civilizaciones en los últimos 5000 años: la tensión ecológica y la estratificación económica. El primero es bien conocido, pues no hay mejor forma de acabar con la civilización que esquilmando los recursos naturales como las aguas subterráneas, el suelo, la pesca y los bosques, todo lo cual podría verse empeorado por el cambio climático.
Sin embargo, la sorpresa llegó cuando descubrieron que el desastre también se puede producir cuando las élites empujan a la sociedad hacia la inestabilidad, al acumular enormes cantidades de riqueza y recursos y dejando poco o nada para la ‘masa’. La situación es simple: la población trabajadora se hunde porque la porción de riqueza asignada no es suficiente, y ello va seguido por el colapso de la élite debido a la ausencia de mano de obra. Las desigualdades que vemos hoy ya apuntan a ese final: el 10% de las personas que obtienen mayores ingresos a nivel mundial son los responsables de casi la totalidad de las emisiones de gases de efecto invernadero, y aproximadamente la mitad de la población mundial vive con menos de 3 euros al día.
El artículo de Motesharrei termina de forma muy pesimista: “lo que refleja de cerca la realidad del mundo actual… es que encontramos que es difícil evitar el colapso”. Otros dos estudios, uno de KPMG -una organización que aglutina a diversas empresas dedicadas a las auditorías económicas- otro de la antigua Office of Science del Gobierno del Reino Unido (hoy Department for Business, Energy & Industrial Strategy) también advierten de lo que se nos viene encima: una convergencia de las crisis de los alimentos, el agua y la energía que podría crear una “tormenta perfecta “dentro de quince años.
Siria, un aviso a navegantes
Algunos investigadores como Thomas Homer-Dixon, director del Cascade Institute en la Universidad Royal Roads, Canadá, señalan que tenemos ante nosotros algo parecido a ensayos de luces locales de lo que nos espera. Un ejemplo es lo sucedido en Siria. Este país disfrutó de una alta tasa de nacimientos durante un tiempo, con lo que la población creció sin medida. Entonces, entre 2006 y 2011 el país sufrió la sequía más intensa registrada -probablemente provocada por el cambio climático– que, combinada con la escasez de aguas subterráneas, arruinó las cosechas, provocó un aumento en los precios de los alimentos y una migración masiva de familias a las ciudades, cuyas infraestructuras fueron incapaces de soportar un aumento de población que ya se había disparado con la llegada de refugiados de la guerra de Irak.
Sin empleo y sin alimentos, el descontento y la desesperación hicieron su aparición, sobre todo entre los jóvenes. En semejante campo de minas y con unas tensiones étnicas preexistentes, no se necesitó mucho para que emergiera un ambiente de violencia social que condujo al país a una guerra civil que lo ha enviado directamente a la edad de piedra. El modelo de Motesharrei de tensión ecológica y estratificación socioeconómica parece cumplirse.
Refugiados ambientales
Para Homer-Dixon hay cambios repentinos e inesperados en todo el mundo que nos están anunciando lo que está por venir, como la crisis económica de 2008, el Brexit, el triunfo de Donald Trump, la tensión entre las dos Coreas o la guerra de Ucrania. Su predicción pasa por que el colapso de las sociedades occidentales vendrá precedido por una desintegración de las naciones más pobres debido a conflictos y desastres naturales; enormes oleadas de migrantes saldrán de las regiones en crisis y buscarán refugio en otros países más estables. Kart Harmsen, director del Instituto para Recursos Naturales en África de la Universidad de las Naciones Unidas con base en Ghana, ha afirmado que, si la degradación del suelo sigue al ritmo actual, África sólo podrá alimentar al 25% de su población en 2025. Esto implicará que 2 000 millones de personas se convertirán en refugiados ambientales que migrarán en busca de nuevas tierras.
¿Cómo responderá el primer mundo? Como lo está haciendo, con restricciones e incluso prohibiciones a la inmigración: se levantarán muros, se lanzarán drones de vigilancia y se multiplicarán las tropas en las zonas fronterizas; se impondrán estilos de gobierno más autoritarios y populistas, pues eso es lo que pedirá el común de la población, que sentirá amenazado su cómodo estilo de vida. Pero eso no impedirá que la brecha entre ricos y pobres dentro de las mismas naciones occidentales siga aumentando. “Para 2050 habrán evolucionado hasta convertirse en una sociedad con dos clases, en las que una pequeña élite vive una buena vida mientras que la mayoría verá cómo el bienestar irá disminuyendo paulatinamente”, dice Jorgen Randers. “Lo que colapsará es la equidad”.
A principios de septiembre de 2017 se reunieron en Gotemburgo (Suecia) un pequeño grupo de investigadores con el objetivo de mirar mucho más allá en el futuro. Las reflexiones que allí se escucharon cristalizaron en un artículo con un título intrigante: Trayectorias a largo plazo de la civilización humana. Partieron del supuesto de que, si bien el futuro es incierto, no es desconocido. Podemos predecir muchas cosas con una fiabilidad razonable, a través de los patrones que observamos, los eventos que se repiten y los comportamientos habituales que hemos mostrado a lo largo de la historia. Eso nos lleva a que se puede intuir la trayectoria que vamos a tomar. Y para bien o para mal, las decisiones de hoy darán forma al futuro. “Lo que está en juego es extremadamente grande, y hay mucho que podemos hacer ahora para tener algo positivo mañana”, escriben.
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