
Entre canciones, mesas y silencios, “Palabras de amor” fue mucho más que un espectáculo. Lucía D’Agostino ofreció una experiencia íntima donde lo emocional y lo reflexivo se fundieron en escena y se compartieron en comunidad.
Entre canciones, mesas y silencios, “Palabras de amor” fue mucho más que un espectáculo. Lucía D’Agostino ofreció una experiencia íntima donde lo emocional y lo reflexivo se fundieron en escena y se compartieron en comunidad.
CulturaAyer“Palabras de amor”, un show
que deja huellas.
La velada marcó, desde el primer acorde, un tono de ternura y profundidad con “Comienzo y final de una verde mañana”, de Pablo Milanés. Luego, lo que comenzó a suceder allí trascendió lo musical al convertirse en una ceremonia íntima donde las canciones fueron algo más que confesiones: un verdadero canto al amor.
Lucía —voz, presencia y esencia— invitó a recorrer los matices de los lazos afectivos en sus múltiples expresiones. Su propuesta se convirtió en un viaje hacia los confines del sentir. Afuera quedaron el frío que hacía en la ciudad y la rutina de ese día, mientras persistía la sensación de escucharla y estar flotando en esas notas que nacían desde una fuerza viva que habitaba su cuerpo y alma.
Cada tema abrió la puerta a relatos e introspecciones que resignificaron lo romántico, pasional, melancólico, nostálgico y esperanzador. En una parte del espectáculo, Lucía invitó al público a cantar, lo que generó una atmosfera común que llenó el espacio de voces y ánimos compartidos.Mientras el show sucedía, el público comía, bebía y brindaba; en las mesas se tejían miradas, cómplices y momentos que quedarían guardados para siempre.
Entre los momentos más entrañables, Lucía interpretó “Esos locos bajitos”, de JoanManuel Serrat, con un mensaje que emocionó profundamente. Fue una versión cálida, dedicada a los vínculos familiares, que resonó con fuerza en quienes compartían la noche:
Mientras el show sucedía, el público comía, bebía y brindaba; en las mesas se tejían miradas, cómplices y momentos que quedarían guardados para siempre.
Sus músicos brillaron con identidad propia: Patricio Migueles dejó que el piano hablara por él en una versión conmovedora de “11 y 6”, de Fito Páez; Alan Monserrat, percusionista, interpretó “Amor prohibido”, de El Potro Rodrigo, con una ejecución personal llena de carisma, fuerza y sensibilidad. En un gesto de generosidad artística, Lucía se retiró momentáneamente para que ellos tuvieran protagonismo y pudieran desplegar su talento. Luego volvió y abrazó nuevamente el hilo afectivo del espectáculo.
Los músicos: a la izq. Alan Monserrat. En piano, Patricio Migueles
El espacio de Taconeando estuvo completo, colmado de personas que se acercaron a compartir una noche especial. La sala rebosaba de historias que se entrelazaban en cada pieza: había amigas, parejas, familias… incluso un grupo celebrando los 90 años de Luis Lemes, un seguidor entrañable. Lucía le cantó el “Feliz cumpleaños” y le dedicó una emocionante versión de “Lucía”, de Joan Manuel Serrat, en honor a su esposa ausente, un momento que conmovió profundamente a todos los presentes.
Durante todo el evento, las emociones estuvieron a flor de piel: lágrimas, sonrisas y silencios que hablaron por sí solos. Al cierre se repartió la torta del cumpleañero y se sortearon el CD de Lucía junto con su libro Introducción al psicoanálisis y a la psicopatología psicoanalítica. Freud – Lacan, para todos y todas, gestos que reforzaron la cercanía con el público.
Gabriela Prado, espectadora conmovida, lo expresó con dulzura: “Me sorprendió su voz, sentí la intensidad con la que transmite cada canción. Da su vida ahí y es donde se siente feliz”. Por su parte, Miguel Batista destacó la cercanía del encuentro: “Desde cualquier rincón se ve perfecto. El grado de intimidad es tal que se pueden ver rodar las gotas de sudor por las mejillas de Lucía y de sus músicos”.
Otras personas del público también se acercaron a Lucía profundamente emocionadas. Muchos hablaron del carácter “angelado” de su voz, una cualidad que les había conmovido por su calidez, su timbre íntimo y esa presencia que parecía envolver el aire.
Gabriela como Miguel coincidieron en la magia: en esa vibración sutil y poderosa que Lucía desplegaba en el escenario y que impregnaba cada rincón. Una energía que no se explicaba, se respiraba.
Como telón final, la despedida impregnó en el aire la certeza de que el amor había sido celebrado, al cerrarse el show con “Pero yo sé”, como bis, tango compuesto por Azucena Maizani. Luego llegaron nuevos bises y una interpretación emocionante de “Balada para un loco”, que aportó un mensaje esperanzador como última nota. Lejos de hablar de la locura, la pieza evocó la belleza de quienes verdaderamente pueden amar.
Lo vivido aquella noche también ofreció reflexión. Lucía compartió con su público la convicción de que en tiempos donde la subjetividad se fragiliza y las conexiones humanas se erosionan, necesitamos más que pan: necesitamos signos, palabras, reconocimiento.
Desde su mirada poética y psicoanalítica, Lucía compartió una convicción que también respalda la investigación científica: la gratitud es el germen del amor. Diversos autores coinciden en definirla como la fuente primaria de la capacidad de amar; es el gesto inaugural desde el cual nacen los vínculos genuinos entre las personas. En ese mismo tono, afirmó que el amor no se trata de idealizar, sino de poder tolerar la falta en el otro, porque nadie puede darnos todo, y quizá ahí radique su belleza más profunda.
Ese fue, en definitiva, el mensaje que tejió toda la noche: reconstruirnos desde el cuidado, como hijos, como padres, como parejas.
© El contenido de esta nota, incluyendo el título del espectáculo y las ideas expresadas por Lucía D’Agostino, se encuentra protegido por derechos de autor.
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