
El 70 % de los adolescentes pasan cuatro horas o más al día conectado. Los algoritmos tienden a amplificar mensajes polarizados y desinformativos, en particular aquellos que refuerzan estereotipos o niegan las desigualdades estructurales. Se accede con tanta facilidad a tanto contenido digital, mucho del cual se produce y comparte de manera anónima, que rumores e información sin verificar circulan de manera masiva e inciden en la capacidad empática de quienes los reciben .
Los datos del Informe Juventud en España 2024 revelan que el 23 % de los hombres jóvenes y el 13,2 % de las mujeres de entre 15 y 29 años afirman que la violencia de género es un “invento ideológico”, duplicando prácticamente las cifras registradas en 2019 (11,9 % y 5,7 %, respectivamente).
Y sin embargo, los datos muestran que estos mismos jóvenes están expuestos, son perpetradores y víctimas de nuevas formas de violencia que, aunque no siempre visibles o reconocidas, generan un profundo impacto en su bienestar.
La violencia digital adopta diversas manifestaciones. Entre ellas se incluyen el envío de material íntimo sin consentimiento y la sextorsión (cuando se amenaza o chantajea con difundir imágenes o información de carácter sexual). Pero también las conductas de control en el marco de pareja o expareja, como la vigilancia en redes sociales, el rastreo de ubicación o el acceso indebido a contraseñas. A ello se le suman otras formas de agresión como el ciberacoso y el grooming, práctica mediante la cual un adulto establece contacto virtual con un menor con fines de explotación sexual.
Violencia digital
La evidencia señala que la violencia digital está aumentando: el mismo informe de INJUVE revela que un 47 % de las persones jóvenes han estado expuestas a episodios de violencia en el ámbito digital, mientras que sólo un 9 % reporta haber vivido experiencias similares en la calle.
Estar expuesto a estos contenidos genera una normalización y cierta insensibilidad frente a la violencia: una especie de “violencia persistente de baja intensidad”. En este contexto, puede hablarse de una situación de desamparo digital durante la adolescencia, entendida como la ausencia de mecanismos eficaces de reconocimiento, prevención e intervención frente a las violencias que tienen lugar en entornos digitales.
Para abordar esta situación novedosa y cada vez más frecuente en la etapa adolescente, proponemos el concepto de violencia digital insidiosa. Se trataría de una forma de agresión que actúa de manera progresiva, silenciosa y que, en algunos casos, puede llegar a ser irreversible.
Este vacío de acompañamiento y control (pues la capacidad de los sistemas familiares, escolares y jurídicos es muy limitada para protegerlos) genera un entorno propicio en el que la violencia digital no solo se produce, sino que se naturaliza, se banaliza y se reproduce.
Violencia y consumo de pornografía
La expansión del acceso a internet no solo ha facilitado la aparición de nuevas manifestaciones de violencia, sino que también ha incrementado el consumo de contenido pornográfico. En el mismo informe, el INJUVE muestra que el 70 % de los hombres jóvenes han consumido contenido pornográfico en alguna ocasión frente al 30 % de las mujeres jóvenes.
Dicho contenido, centrado principalmente en los intereses masculinos, está cargado de dominio y violencia, reproduciendo así la estructura patriarcal y confirmando la atribución del carácter pasivo de las mujeres y el activo de los varones.
La exposición a contenido pornográfico, especialmente en alumnado menor de edad, puede contribuir a una percepción distorsionada de la realidad, dado que con frecuencia en dichos contenidos se diluye tanto el deseo como el consentimiento y se representan como actos sexuales escenas que constituyen agresiones.
En este contexto, diversos estudios han evidenciado una relación significativa entre el consumo de pornografía y la violencia sexual una relación que aumenta cuando el contenido es violento. De hecho, el informe citado de INJUVE afirma que el 32 % de las mujeres jóvenes reconoce haber vivido experiencias sexuales no consentidas, las cuales incluyen situaciones como haber sido forzadas a mantener relaciones, haber tenido encuentros no deseados o haber realizado actos con los que no se sentían seguras.
Estrategias frente a los riesgos digitales
La educación sexual y afectiva es el mejor antídoto para contrarrestar estas tendencias. Se trata de enseñar al alumnado adolescentes cómo se establecen y se mantienen relaciones saludables, libres de violencia y basadas en el consentimiento.
Más allá de la perspectiva biológica de la educación sexual tradicional, incluir aspectos relacionados con la empatía, el cuidado, la responsabilidad afectiva, la intimidad o la asertividad sexual ayudará a potenciar las competencias emocionales de los jóvenes.
En lugar de recurrir a la pornografía como fuente de aprendizaje, podemos fomentar una reflexión crítica sobre su impacto en la comprensión de las relaciones afectivo-sexuales.
La educación sexual y afectiva debería ser considerada una obligación legal. Necesitamos establecer un modelo de intervención fundamentado en la evidencia científica, con manuales de carácter universal y apoyado por profesionales especializados. No solo contribuirá al desarrollo personal del alumnado, sino que también genera beneficios para la sociedad en su conjunto, promoviendo la salud física y mental y la igualdad de género.
Uxue Llano-Abasolo, Investigadora en el Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación, Facultad de Educación de Bilbao, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Alejandro Villena Moya, Investigador en las consecuencias del consumo de pornografía., UNIR - Universidad Internacional de La Rioja ; Itsaso Biota Piñeiro, Profesora e Investigadora en la Facultad de Educación de Bilbao (UPV/EHU), Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Joana Jaureguizar Alboniga-Mayor, Profesora del Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación, Facultad de Educación de Bilbao, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Lluís Ballester Brage, Professor de Mètodes d'Investigació. Facultat d'Educació., Universitat de les Illes Balears y María Dosil-Santamaría, Profesora en el Departamento de Ciencias de la Educación en el área de Métodos de Investigación y Diagnóstico en Educación, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.